La
intención del autor a través del texto es la de mostrar en qué forma la
política no ha conseguido asumir ni movilizar nuevas formas de pensar acerca de
los niños, la diferencia, el aprendizaje y la escolarización. Esto se debe
principalmente a la existencia de ajustes en el lenguaje que sugieren un
enfoque más inclusivo, pero que en el fondo no cambia el “sistema de
racionalidad” que sustenta el modo de concebir y operar de la escuela como
institución (esto en términos Foucaultianos); se traduce la educación inclusiva
en términos de un conjunto armonioso de esferas culturales que conviven
armoniosamente, lo que de acuerdo al autor sólo llevaría a una comunitarización
liberal que olvida la carga histórica de los antagonismos sociales y no
cuestiona la arquitectura de la exclusión.
El
texto hace una distinción conceptual entre lo que es la integración y la
educación inclusiva. En relación a la integración, su enfoque se ocupa de
regular el flujo de estudiantes diferentes: qué grupos ingresan a la escuela
ordinaria, qué recursos adicionales son necesarios mantener a los estudiantes
difíciles en la escuela ordinaria, y qué entornos ocuparán fuera de la
educación tradicional. En cambio, la educación inclusiva sería un
posicionamiento en el cuál la diferencia no sólo es natural, sino que se
promueve como valor educativo y social, desplazando la teoría y práctica
educativa especial tradicional y poniendo en el centro una reforma educativa y
social del alumnado, el currículo, la pedagogía y la organización escolar. En
este sentido, el autor plantea que las formas alternativas de educación para
alumnos difíciles o perturbadores apuntan a una exclusión oculta y no oficial,
y que la comprensión de estos mecanismos de exclusión es vital para poder
construir una educación inclusiva en los términos descritos anteriormente.
Luego,
el autor se refiere a cómo las distintas organizaciones políticas y acuerdos
supranacionales han dejado de lado el concepto de integración para hablar sobre
“educación inclusiva”, sin embargo al análisis que posteriormente realiza deja
en claro que esto está más cerca de un giro discursivo más que una verdadera
aplicación de los principios que sustentan la educación inclusiva en los
términos antes mencionados. Estos acuerdos y tratados internacionales del tipo
progresistas para combatir la discriminación y la exclusión de las personas
discapacitadas han sido ratificados por varios países, sin embargo, muchas
veces su aplicación a quedado a discreción de cada gobierno; en este sentido,
la legislación antidiscriminatoria no constituye en sí misma ni de por sí una
cultura de inclusión, aunque se consiga su acatamiento.
El
autor da un ejemplo de esta situación a través del “caso Purvis”, que
corresponde a un niño australiano en silla de ruedas que fue constantemente
discriminado por su condición, tanto al momento de su ingreso a la escuela, a
través de la mediación de los organismos gubernamentales e internacionales
pertinentes, como una vez dentro de ella (gracias a la mediación judicial
nuevamente). A través de este ejemplo el autor da cuenta de la complejidad y de
los considerables costos emocionales y económicos que conlleva el poner a
prueba el espíritu y la organización de la sociedad a través de procesos
judiciales; mientras que “la victoria” implica el ingreso a una institución que
no acepta con mucho agrado al alumno “diferente”.
Finalmente
el autor se refiere al lenguaje y la inclusión tras la Declaración de Salamanca
y el Marco de Acción para las Necesidades Educativas Especiales como una nueva
fuente de contorsionismo lingüístico y político que reducen la “inclusión
plena” a una participación parcial de los niños con discapacidad; así como da
pie al surgimiento de una “inclusión inversa” que no es más un compromiso
superficial y débil con la inclusión al poner a niños “normales” en un contexto
educativo para niños con discapacidad, poniendo énfasis sobre la tolerancia y
no cuestiona las relaciones de poder de las que procede, la violencia
estructural del “discapacitadismo” ni el modo en que determinados tipos de
conocimientos o sistemas de racionalidad implantan la injusticia como orden
natural. Así, el autor señala que la declaración hace una proclamación del
derecho fundamental a la eduación, pasando por alto las reformas necesarias
para hacer la escuela tradicional una escuela inclusiva.
A
modo personal, creo que el texto hace un análisis bastante lúcido de cómo es
posible hacer reformas y cambios aparentes a través de la retórica y el
lenguaje, sin cambiar “la arquitectura de la exclusión” tal como plantea el
autor. En este sentido, es valioso el análisis que entrega en la medida de que
a la luz de este es posible dar cuenta de que es necesario mucho más que una
declaración de buenas intenciones para lograr una educación verdaderamente
inclusiva, y esto probablemente sea indisociable de un cambio social y cultural
que logre superar la lógica neoliberal de la educación (y de la sociedad) que
vivimos hoy.
Citas:
“La
educación inclusiva requiere que busquemos formas de entender la exclusión
desde las perspectivas de quienes son devaluados y convertidos en marginales o
excedentes por la cultura dominante de la escuela ordinaria” (Slee, 2012,
p.161)
“Lo
beneficiarios de la inclusión no son sólo las personas a las que hayamos
consedierado dignas de ingresaar en la escuela. La educación inclusiva, que
rechaza la lástima y la caridad, nos hace a todos más cultos socialmente y nos
enseña que la injusticia no es una característica de las leyes de la
naturaleza. La injusticia y la exclusión se construyen y sostienen por las
elecciones que hacen personas con poder” (Slee, 2012, p.164)
Bibliografía
Slee, R.
(2012). De la
segregación a la integración y a la inclusión, y vuelta (una repetición
política) La escuela
extraordinaria. Exclusión, escolarización y educación inclusiva. Ediciones Morata.
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